Lectura psicoanalítica del ideal moral nietzscheano

Freud se refiere a Nietzsche como un pensador cuyas intuiciones coinciden a menudo de la manera más asombrosa con resultados a los que él arribó luego de un arduo trabajo ¿Quieres saber por qué el "filósofo del martillo" resulta un interlocutor tan fecundo para el psicoanálisis? ¡Lee este artículo!

Lectura psicoanalítica del ideal moral nietzscheano
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Resumen

El presente trabajo está centrado en discernir algunas relaciones significativas entre las puntualizaciones de Friedrich Nietzsche y Sigmund Freud en torno al tema-eje de los ideales morales en su articulación con el malestar del sujeto en la civilización. A tal propósito, es imprescindible reconstruir esquemáticamente las líneas fundamentales de la Crítica de la cultura (sus presupuestos, alcance y sentido) en el pensamiento de uno y otro autor, atendiendo especialmente a la reflexión sobre la conformación de un “sujeto plural”, hipótesis básica en la doctrina de ambos.

Partimos de suponer que en la producción de F. Nietzsche se encuentran esbozadas algunas de las vicisitudes paradójicas que atraviesa la pulsión a partir de la presencia insoslayable del "Otro" (Lacan) en la estructura subjetiva. Sobre la base de esta suposición, hallamos en ambos autores el reconocimiento de cierta condición parasitaria de la conciencia moral -y de la satisfacción masoquista que provee-, así como la referencia al ideal moral como pivote de este modo singular de satisfacción en la renuncia por el cual un quantum de afecto se desplaza, se desvía de su meta original -en función de las exigencias culturales- y se recupera como ganancia de placer por otras vías -patológicas-.

Nietzsche con Freud

Nietzsche elabora su teoría siguiendo los presupuestos y la orientación básica de la tradición de pensamiento energetista que parte de la filosofía de Schopenhauer. El cuestionamiento de la idea de alma como atomon y la consiguiente destitución de la idea de yo como realidad substancial, inmaterial, simple e indivisible -a instancias de una perspectiva naturalizada que define la constitución de la psicología como ciencia autónoma- aporta las claves principales para la crítica nietzscheana de la cultura (Kulturkritik), la cual tiene uno de sus anclajes fundamentales en la hipótesis de un sujeto plural entendido como “estructura social” de pulsiones (Triebe) y de afectos. En la óptica del pensador alemán, la conservación de la “hipótesis alma” implica abordar este objeto desde una óptica “científica” como evitar definitivamente toda reducción a instancias fisiológicas-biológicas.

En esta dirección general, y teniendo a Nietzsche y a muchas de sus fuentes como referentes, Freud elabora su original doctrina psicoanalítica en lo que históricamente puede verse como la síntesis más significativa de la mencionada tradición “energetista”. Su propuesta exigirá, por un lado, depurar el terreno de la ciencia de arraigados prejuicios que obraban como obstáculo para los fines científicos y, por otro, atender a fenómenos que hasta entonces se consideraban externos o metafísicos -síntomas, sueños, actos fallidos, chistes- y asignarles un lugar protagónico en el campo de la vida anímica.

El malestar en la civilización

Un elemento común de la obra de Nietzsche y Freud, y que ofrece un hilo conductor por los principales textos de uno y otro autor lo constituye el tópico del malestar en la civilización. Ambos identifican un elemento irreductible de malestar en la base de la constitución de la sociedad, que opera como correlato de aquello que tradicionalmente hemos entendido en los términos de un supuesto “avance” o “progreso”. Tanto Nietzsche como Freud se encargan de echar por tierra tales idealizaciones, destacando el carácter inherentemente conflictivo y dramático que supone la traducción del mundo individual al mundo común.

Ambos se preguntan, en este sentido, si determinada configuración cultural podría favorecer la consecución de un equilibrio entre las exigencias culturales de la masa y los deseos particulares del individuo. Ahora bien, ya sea en términos de “nihilismo” -voluntad de nada- o “pulsión de muerte”  ambos pensadores abordan el malestar del sujeto como un hecho infranqueable, enraizado en la cultura y directamente articulado al lenguaje.

La moral del sacrificio

En "La genealogía de la moral", Nietzsche refiere que la función primera del proceso civilizatorio es “criar un animal que pueda prometer”. Ello implica desarrollar en el hombre una facultad puesta al servicio de un comportamiento cada vez más predecible y regular -a contramano del carácter radicalmente indomeñable de la pulsión-. Dicha operación, de acuerdo con la lectura que hace el filósofo, supone lo que él llama una “vuelta contra sí misma” de la voluntad de poder. Es decir, que una voluntad, imposibilitada de manifestarse espontáneamente hacia fuera -sobre otra voluntad- lo tiene que hacer sobre sí misma, dominándose, sometiéndose. La concepción del proceso civilizatorio en los términos de un progresivo envenenamiento, fundado en la interiorización de la propia crueldad, aportaría así las claves para comprender la progresiva "interiorización" del hombre de las culturas tardías. Es así que comprendemos que Nietzsche defina la historia de occidente como "un proceso de vida contra la vida".

En una revisión histórica, esto le ha brindado al hombre la posibilidad de edificar estados y expandirse cada vez con mayor grandiosidad. En efecto, quizás podamos aseverar que el poder de una comunidad ha estado siempre decidido por el quantum de sí mismos que los individuos estuvieron dispuestos a ceder en favor de las exigencias del "rebaño". Ahora bien, en el reverso de tales procesos, tanto Nietzsche como Freud identifican un hecho insoslayable: la condición patológica del sujeto contemporáneo; y se detienen a indagar los procesos sacrificiales que exige la moral cultural en su anudamiento con el síntoma, entendido este concepto como el modo singular en que este malestar se manifiesta para cada sujeto.

El Más allá por el más acá

Ambos autores sitúan una discordancia fundamental entre la civilización -en tanto cúmulo de recetas universales de comportamiento- y el carácter radicalmente diferenciado de la pulsión. Nuestra cultura ha tiranizado, reprimido y desfigurado sistemáticamente las pulsiones y ¿qué ha ofrecido al sujeto a cambio? El acceso al "reino de los cielos", idealizaciones, promesas para el más allá. En efecto, la entera cultura occidental se ha conformado sobre la base de valores (anclados en el lenguaje y su metafísica inherente) que, por su carácter gregario, han sofocado y segregado sistemáticamente las formaciones individuales autónomas, constituyéndose en un dispositivo sacrificial de toda singularidad significativa y operante en la cultura.

La neurosis -que, según Freud, es la regla y no la excepción- constituye el testimonio visible, el “efecto patógeno” de este conflicto infranqueable. El sujeto padeciente, enfermo de cultura -el hombre moderno al que Nietzsche se refiere irónicamente como un “aborto sublime”, un “ser empequeñecido y mediocre”, portador de un “estómago estropeado”- constituye para ambos autores el paradigma de la subjetividad, la gran cantera de la cual extraerán saber acerca de los asuntos más enigmáticos de la condición humana.

El Otro y el rebaño

En el abordaje de esta problemática, ambos autores confieren un lugar de privilegio al tópico de los sentimientos morales. Desde la perspectiva del filósofo, la moralidad -en tanto marca del instinto gregario en el individuo- es aquello que escinde irremediablemente al sujeto de sí mismo de manera que, como señala al abrir su Genealogía de la moral, “De nadie estamos más lejos que de nosotros mismos”.

Son numerosos los pasajes en los que Nietzsche sugiere que lo que proporciona a nuestras creencias la propiedad de ser verdaderas es el hecho de que nos resultan imprescindibles para vivir en la forma que lo hacemos. Según el filósofo, todo cuanto conocemos como virtudes -sentimientos, juicios, creencias- son, en su origen, mandatos que, luego de haber sido obedecidos durante el tiempo suficiente -y en vistas de los beneficios que nos ha proporcionado tal obediencia-, han devenido costumbre y, finalmente, “casi instinto”.

Sobre la base de esta suposición, cobra sentido la noción nietzscheana de “rebaño” que, si bien puede parecer ambigua y dotada de una escasa consistencia teórica, tiene en su doctrina un estatuto conceptual claro y bien definido. Con este término, el filósofo se refiere a un plano de cristalización del lenguaje gregario que nos habita y que encierra en su núcleo el carácter contradictorio que supone el domesticamiento cultural de la pulsión. A las provocativas preguntas que abren Humano, demasiado humano -“¿Qué es lo que ata más firmemente? ¿Cuáles son las cuerdas casi irrompibles?” -respondemos, pues, “el rebaño” como aquello a lo cual nos hallamos sujetados por el hecho de hablar. Aquello en nosotros que juzga, valora y siente más allá de la síntesis mental superior y compleja que constituye la conciencia individual ordinaria.

La verdad como error irrefutable

En esta dirección se orienta la "transvaloración de todos los valores" propuesta por el filósofo. Pues, desde esta perspectiva, nuestras más sagradas “verdades” -nuestras creencias más firmemente arraigadas- no obtendrían su valor de su grado de verdad intrínseco, sino del sentimiento moral desarrollado hacia ciertas metáforas consagradas en función de los vínculos que -a nivel psicológico- evocan y refuerzan.“¿Cuáles son, en último término, las verdades del hombre? Sus errores irrefutables”.

Cabe señalar que la sospecha hacia esta dimensión rígida y empobrecedora de las convicciones ideológicas fue destacada también por el gran filósofo español Ortega y Gasset, quien planteó, en 1925: “Nuestras convicciones más arraigadas, más indubitables, son las más sospechosas. Ellas constituyen nuestro límite, nuestros confines, nuestra prisión”.

Volviendo al "filósofo del martillo": situado en las antípodas de la metafísica kantiana, Nietzsche interroga y destituye el supuesto carácter trascendental de nuestros sentimientos morales y, siguiendo su implacable método genealógico encuentra, detrás de la figura sublime de “Dios”, algo humano, demasiado humano. “No es la voz de Dios en el pecho del hombre, sino la voz de varios hombres en el hombre”.

Siguiendo a este respecto una orientación similar, Freud descarta que exista en el hombre una capacidad originaria de distinguir entre el bien y el mal. No concibe el “imperativo categórico” de la consciencia moral como algo innato, sino como efecto del influjo ajeno, el cual se presenta en la especie como un hecho necesario, asociado al desamparo que atraviesa la criatura humana en los primeros años de vida y que lo vuelve  dependiente, para su conservación, de ciertos “otros primarios”.

En un comienzo, “malo” no es otra cosa que aquello por lo cual uno es amenazado con perder el amor de estos otros. Será por mantener latiendo el lazo con el primer objeto conocido y amado que el sujeto comienza a acatar las restricciones culturales en detrimento de sus mociones pulsionales. Y lo continuará haciendo en el transcurso de toda su vida, aunque ya al servicio de la conservación de las uniones sociales base de esa cultura.

Las paradojas de la conciencia moral

En "El malestar en la cultura", Freud articula el relegamiento de la sensualidad con la formación del superyó, uno de los recursos de los cuales se vale la cultura para hacer frente a la destructividad. La constitución de esta instancia psíquica se anuda directamente al Complejo de Edipo: el superyó toma sobre sí la severidad paterna perpetuando la prohibición del incesto y asegurando al yo contra el retorno de de las primeras catexias objetales.

La paradoja se produce cuando la obediencia al superyó, además del displacer producto de la renuncia pulsional, supone como consecuencia para el yo una ganancia de placer, una satisfacción sustitutiva: el enaltecimiento del yo. “El superyó es sucesor y subrogador de los progenitores - y educadores - que vigilaron las acciones del individuo en su primer período de vida; (...) Cuando el yo le ha ofrendado al superyó el sacrificio de una renuncia pulsional, espera a cambio, como recompensa, ser amado más por él.” Al articular la renuncia de lo pulsional con un modo particular de satisfacción en el displacer -que buscaría el amor del Padre- Freud esboza lo que Lacan abordará luego en términos de "goce".

Singularidad de la virtud

“Entre los hombres siempre serás un extraño
y un bárbaro: - aun cuando te amen…”.

La "segunda fase de la moralidad" ocurre, según Nietzsche, cuando el hombre considera el honor como más útil que el bienestar. Allí tiene lugar el paulatino sometimiento del individuo a la coacción de los usos y deseos ajenos, hasta que la sumisión se convierte en un hábito placentero al que se le da el nombre de Virtud. Nietzsche nos llama la atención sobre esta dimensión inherentemente gregaria que nos habita y que nos lleva a buscar, a través de nuestras virtudes, el “calor y el azúcar” del rebaño. Así es, dice el filósofo, cómo la virtud deviene -de manera encubierta- un medio para ser amados: ¡Queremos que se nos pague! ¡Queremos una recompensa! “El cielo y la tierra, y la eternidad por nuestro hoy...”

Ahora bien, ¿qué ocurre -se pregunta Nietzsche- si nuestra virtud no es algo tan fácilmente identificable; no es algo de lo cual las personas podemos dar cuenta racionalmente sino más bien algo que nos atraviesa, que habla a través de nosotros pero de lo que poco sabemos? Tales son los interrogantes que atraviesan los parágrafos de Así habló Zaratustra y Más allá del bien y del mal -intitulados “De los virtuosos” y “Nuestras virtudes”, respectivamente-, en los cuales Nietzsche aborda el tema de la virtud en su articulación con los ideales. Desde la perspectiva de Nietzsche, los ideales morales -a los que se refiere como “aguardientes del espíritu de la más elevada graduación” - constituyen "refugios" en los cuales las personas nos escondemos de nosotros mismos. ¿De qué en nosotros mismos? De aquello que resulta insoportable a los ojos valorativos de nuestra conciencia -diremos con Freud: la pulsión.

Universalidad del ideal

La tesis nietzscheana podría resumirse como sigue: en tanto que no sabemos lo que queremos -y para sostenernos en la ignorancia respecto de ello- queremos SER millonarios, exitosos, buenos, inteligentes, etc. Tales valores nos brindan la posibilidad de “obedecer durante mucho tiempo y en una única dirección”, con lo cual el sujeto obtiene “algo por lo cual merece la pena vivir en la tierra.”

En este sentido, los ideales se erigen como una defensa frente a cierta dimensión aterradora que presenta el plano de realidad no fijado, en devenir, vinculado al deseo -que, en términos psicoanalíticos, ligamos con la falta de objeto. “Sufrimiento fue, e impotencia -lo que creó a todos los dioses y trasmundos; y aquel breve delirio de felicidad que sólo experimenta el que más sufre. Cansancio que quiere alcanzar el final con un solo salto, con un salto mortal; un cansancio pobre e ignorante que ya no quiere ni querer.” 

Jacques Lacan, en El Seminario 3:  se refiere a esta dimensión de "engaño fundamental" que revisten los ideales, en relación con la cual “siempre somos embaucados” en la medida en que se sostienen en un valor referencial al que es imposible acceder.

Lacan vincula ese “engaño fundamental” al amor en tanto interpretación del deseo del Otro. El sujeto responde a la brecha insoportable del Che vuoi? ofreciéndose al Otro como el objeto de su deseo -tal es la función del fantasma como tapón de la falta en el Otro- . El Ideal es, precisamente, el punto desde el cual el sujeto puede ser visto como digno de ser amado -en un intento de recuperar la completud perdida del narcisismo originario.

¡Cría a tu demonio!

¿Qué ocurre -se pregunta Nietzsche- si nuestra virtud reside precisamente en nuestro lado más singular, más único; en aquello de nosotros mismos que difícilmente estaríamos dispuestos a reconocer como propio? “¿Qué es lo que hace ‘noble’?: Que la pasión que se apodera del noble sea peculiarísima sin que él sepa que lo es: el uso de una escala excepcional y singular y casi una locura: la sensación de calor en cosas que para todos los demás son frías al tacto: un adivinar valores para los que todavía no se ha inventado una balanza: un sacrificar en altares consagrados a un dios desconocido: una valentía sin voluntad de honor”.

¿Y qué ocurre, por otra parte, si nuestras virtudes no son algo celestial, divino, que nos haría agradables a los ojos de los demás, sino más bien algo oscuro y aterrador, directamente articulado al “mal” que hay en nosotros mismos? “Una vez tuviste pasiones y las llamaste malvadas. Pero ahora tan sólo tienes tus virtudes: ellas surgieron de tus pasiones.” Así entendida, la virtud no estaría destinada a frenar y a tiranizar los instintos -en pos de aquello que es bueno “para todos”- sino que se apuntalaría en estas fuerzas activas para acentuar su diferencia, su radical singularidad.

“A quien está poseído por el demonio, le digo estas palabras al oído: ‘Mejor aun, ¡cría a tu demonio!’”.

A modo de conclusión

Sobre la base de esta concepción singular de la virtud -como vigor, como fuerza activa, como presupuesto de una vida ascendiente, Nietzsche estable una vía de acercamiento a la explicación de la décadence, a la cual reconoce -principalmente en la moral kantiana- por la universalización de la virtud. “Hermano mío, si tú tienes una virtud, y es tu virtud, no la tienes en común con nadie. Cierto, quieres llamarla por su nombre y acariciarla; quieres tirarle de la oreja y entretenerte con ella. ¡Y he aquí que ahora tienes su nombre en común con el pueblo, y que, con tu virtud, te has convertido en pueblo y rebaño! Mejor harías en decir: "Inexpresable y sin nombre es lo que constituye el tormento y la dulzura de mi alma, que, además, es el hambre de mis entrañas".

Hemos de concebir en esta dirección general la apuesta ética nietzscheana, y la "educación para la realidad" propuesta por Freud: como un recorrido orientado a encontrar nuestras propias virtudes, las cuales se han extraviado -entre ideales- en los laberintos que somos, cada uno de nosotros.

Abrirse paso a través de ese complejo entramado de “errores irrefutables” que nos habitan conlleva el arte de aprender a convivir con lo que Nietzsche llama el carácter “vagabundo, huidizo e insaciable” del deseo humano.  El crecimiento entraña la adquisición de un saber que, lejos de la seriedad y pesadez del conocimiento, se implica para el sujeto como un camino alegre, una Gaya Ciencia, pues: “¿Hay algo más hermoso que buscar nuestras propias virtudes?”.

Guillermo Miatello. Director y docente de la Academia de Psicoanálisis Madrid SL.

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